Por: Santiago Molina Casas
En los últimos años hemos tenido la oportunidad de vivir una experiencia única, desde un piso de armas fundidas, hasta el canto cercano al llanto que relata las vidas perdidas. Las artes han sido uno de los lenguajes más estudiados por parte de quienes protegen la verdad del conflicto, de quienes buscan la protección de los derechos de las víctimas del conflicto armado.
La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad ha hecho un esfuerzo histórico por resaltar el papel que el arte ha cumplido en nuestro país en medio de la guerra. La música, las artes escénicas, las artes plásticas, la literatura, la fotografía han relatado nuestra realidad. Se han alejado de los relatos hegemónicos de lo que la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie llama La historia única, que borra los relatos de los grupos marginados históricamente:
“Las historias importan. Muchas historias importan. Las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para facultar y humanizar. Pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden restaurarla”. (Adichie, 2018).
No es casualidad que la Comisión, en el Hay Festival de Cartagena de Indias en 2020, decidiera imprimir y regalar a los invitados una copia de este texto que le ha dado la vuelta al mundo llevando la voz sobre la importancia de los relatos. Las artes, a lo largo de la historia, se han encargado de asumir el papel de revelar los relatos de los oprimidos.
Las artes han sido el lenguaje para contarnos pues, en Colombia o en Alemania, estos relatos que generan memoria histórica y dignifican a las víctimas de violaciones de derechos humanos, son el espacio para relatar la verdad sobre los discursos hegemónicos, que por medio del odio han dividido naciones enteras con el único fin de mantener en el poder a los mismos opresores del pasado, quienes se han atornillado a el desde hace siglos.
“Si hablo de Guadalupe Salcedo, al mismo tiempo estoy hablando del Zapata de México, de Atahualpa del Perú, de Galán y de Camilo Torres; pero lo más importante, del ahora del conflicto que hoy estamos viviendo. Ello es lo que hace que las obras de arte sean imperecederas”. (García, 2004, p. 78).
Como relata Santiago García, las artes y en este caso el teatro son herramientas que permiten proteger la memoria y sobre todo evitar que repitamos la historia. Son relatos que cuentan los dolores que vivimos día a día, como sociedad, como país y sobre todo como personas. Es el espacio en donde se comparte la memoria de quienes han intentado cambiar la historia y han muerto en el intento, esas historias de líderes del pueblo que se levantan contra los opresores para brindar a los ciudadanos posibilidades de tener una vida digna alejada de la violencia.
El arte se ha apoderado de diferentes espacios; los museos, las galerías, los teatros no son los únicos escenarios de exposición: las calles, las fachadas, las plazas, los restaurantes, los centros comerciales, se han vuelto el espacio para gritar las verdades, para frenar los discursos de negación de la realidad, el arte convertido en un contra poder que le recuerda al gobierno y al establecimiento lo que vive la población.
En Colombia, la negación del poder del arte nos ha llevado a no darnos cuenta de los cambios que esta ha generado en nuestra historia. Es el caso de Un acto de fe, nombre que escogieron Fanny Mickey y Ramiro Osorio para la primera edición el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, en el año de 1988: en medio de uno de los momentos más violentos de la historia de nuestro país, estos dos personajes se pusieron en la tarea de cambiar la perspectiva de una generación.
El cuarto día del Festival, en pleno corazón financiero de Bogotá en la calle 71 con carrera 10ª junto al Teatro Nacional, una bomba explotó dejando el teatro afectado, y por fortuna ningún muerto. Al día siguiente fueron los espectadores quienes salieron a proteger el lugar sagrado de las artes, en manifestaciones masivas que se opusieron a la violencia y permitieron que se diera la siguiente función.
Para la ceremonia de clausura el escenario escogido fue la Plaza de Bolívar, donde tres años antes, tras la toma del Palacio de Justicia, murieron masacrados cientos de colombianos de los que hoy muchas familias siguen sin tener noticia en una situación política y social turbulenta. Diferentes grupos al margen de la ley amenazaron con poner una bomba como la del teatro de la 71, pero la resistencia de los bogotanos fue tan fuerte que la plaza se llenó de familias, jóvenes, niños, adultos, ancianos, de diferentes clases, colores de piel, géneros, se encontraron para resistir, para permitir cambiar nuestro relato violento, para que la memoria fuera nuestro lenguaje y que el fuego cesara.
Els Comediants fue el grupo catalán que cambió la protesta social en Colombia: desde Demonis, la obra que se presentó en la Plaza de Bolívar, las manifestaciones se llenaron de teatro callejero, de batucadas, de personas colgando de los puentes en telas haciendo acrobacias. El Iberoamericano de Teatro fue un espacio cuyo impacto no fue calculado por el poder tradicional y hoy, más de 30 años después, tomamos como naturales este tipo de manifestaciones no violentas.
El arte resiste, es un arma democrática que en ocasiones no vemos, puede ser la llave para cambiar nuestra historia, es el camino para dejar en claro los dolores que vivimos, para mostrar las realidades que viven cientos de colombianos, para que el poder se preocupe por las diversas realidades que se viven, pero sobre todo para hacer sentir los malestares y dejar ver que la ciudadanía jamás tendrá los ojos tapados ante las injusticias; será el arte el lenguaje a través del cual dejaremos claro que no queremos seguir perpetuando la violencia y las injusticias que vive nuestro país.
??Adichie, C. N. (2018) El peligro de la historia única. Random House.
García, S. (2006) Teoría y Práctica del Teatro Volumen III. Ediciones Teatro La Candelaria
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Abogado de la Pontificia Universidad Javeriana, con Maestría en Derecho y Economía de Seguros de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica. Ha desempeñado cargos públicos desde 1999 como Secretario General de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, Procurador Cuarto Delegado ante la Sección Tercera del Consejo de Estado, Vicepresidente de la Comisión Nacional de Control y Asuntos Electorales de la Procuraduría General de la Nación, y desde el 2015 hasta el 2019 fungió la Dirección General de la Registraduría Nacional del Estado Civil.
Desde 1999 y hasta la fecha, ha sido Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Pontificia Universidad Javeriana y ha publicado diferentes artículos en las Revistas Oficiales de la Universidad, como también, ha escrito y publicado varias obras jurídicas publicadas por la misma Facultad, de estas destacan Lecciones de Derecho Procesal Administrativo y Derecho Procesal Administrativo Tomo I y II, entre muchas otras.
Actualmente se desempeña como Director General de la Fundación Colombia 2050.