Por: Santiago Molina Casas
A lo largo del último mes, atravesando el tercer pico de la pandemia del COVID 19, miles de colombianos, arriesgando su salud, han salido a las calles a pedirle al gobierno nacional políticas enfocadas en toda la población colombiana y no a quienes gozan de privilegios históricos. En medio de este descontento social la violencia ha ensombrecido un clamor legítimo del pueblo, clamor que no grita por una reforma tributaria, sino por una opresión sistemática del estado colombiano sobre las poblaciones racializadas, empobrecidas, campesinas y disidentes, que ha llevado a que muchas personas pertenecientes a estas poblaciones no tengan acceso a salud, educación, empleo. Como si fuera poco la fuerza pública ha empezado a vulnerar la integridad de colombianos, heridos, desapariciones forzadas y muertes se han vuelto pan de cada día en las manifestaciones.
En un país como Colombia que históricamente se ha visto afectado por la violencia no es sorprendente que el arte relate el dolor, lo que el estado es incapaz de ver. Fotografías, obras de teatro, libros, murales, canciones han sido los lenguajes que han contado los relatos del conflicto, que les ha permitido a las víctimas relatar sus dolores ayudando a clamar por justicia, por que no se repitan las situaciones victimizantes que ellos tuvieron que vivir.
Entre ríos de sangre y fuego el arte ha ido marcando las paredes, las calles y ha ido deconstruyendo los monumentos, volviéndolos en contra-monumentos llenos de color, que claman por justicia. Murales, cantos, bailes que han ocupado los espacios públicos, que gritan por millones de voces al mismo tiempo, espacios que relatan el dolor del pueblo oprimido, dolor que es nombrado para poder ser transformado.
Murales y expresiones artísticas que visibilizan la realidad que viven los manifestantes, que ponen en el ojo público los abusos cometidos por el estado, hoy y en el pasado. El asesinato sistemático a líderes sociales desde la firma del acuerdo de paz de la Habana, los casos de 6402 jóvenes asesinados por agentes del estado, el incumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC, los casos de violencia sexual ejercida por parte de la policía y el ejercito. Los muros, las calles, las pancartas, los cantos, los instrumentos, los cuerpos gritan verdades que algunos no quieren escuchar.
Nos han vendido un relato de la paz como un lugar impoluto, donde como por arte de magia se acaba la violencia, todos somos felices y se terminan todos nuestros problemas. Pero esa paz no existe, para tener paz se necesita verdad, justicia, desarrollo rural integral, se necesita poner a la población sobre los intereses de las multinacionales y las grandes corporaciones, se necesita que la paz surja de las necesidades de todos, se necesita de diálogos de los que hagan parte todo tipo de personas, no solo hombres blancos, privilegiados que por años han tenido el monopolio del poder, se necesitan negros, indígenas, raizales, estudiantes, jóvenes de distintos espacios, se necesita un dialogo con perspectiva de género en donde se destaque la opresión que viven millones de colombianas día a día, se necesita un diálogo abierto y plural, en donde haya personas de la comunidad LGBTI, personas con discapacidades físicas y mentales. Necesitamos dialogar en la pluralidad, asumir responsabilidades y escuchar al otro para llegar a la paz.
Este relato mentiroso de la paz blanca e impoluta nos ha llevado a que muchos colombianos hayan salido a la calle a silenciar las paredes, las calles, las voces, las vidas. En un grito desesperado por esa paz que no existe, por mantener sus privilegios históricos que no permiten un desarrollo sostenible, en donde las personas vulnerables tengan posibilidades de ascenso social, donde todos los colombianos tengan posibilidades de acceder a un excelente servicio de salud y educación de calidad, se niegan a que la brecha económica colombiana disminuya, se niegan a ver la realidad.
Si bien estas personas son responsables de sus actos, de salir con armas y pintura a silenciar la legítima manifestación que se ha venido dando en el país, también tenemos que responsabilizar al estado por haber vendido un discurso de odio que estigmatiza la protesta y silencia la verdad, que estigmatiza, amenaza y pone en peligro a los defensores de derechos humanos, los líderes sociales y los periodistas. El Estado colombiano tiene que responsabilizarse por todo el dolor que genera su desconexión con la realidad, se tiene que responsabilizar por las muertes, los desaparecidos y pedir perdón, generar estrategias de búsqueda para los cientos de desaparecidos que han dejado estos días de manifestación.
El silenciar, borrar, pintar de blanco las expresiones artísticas que narran el dolor es un modo de violencia simbólica que niega la existencia, la realidad, el dolor de miles de colombianos, aprovechemos esta situación para construir una paz, estable, duradera, diversa y de mil colores.
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Abogado de la Pontificia Universidad Javeriana, con Maestría en Derecho y Economía de Seguros de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica. Ha desempeñado cargos públicos desde 1999 como Secretario General de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, Procurador Cuarto Delegado ante la Sección Tercera del Consejo de Estado, Vicepresidente de la Comisión Nacional de Control y Asuntos Electorales de la Procuraduría General de la Nación, y desde el 2015 hasta el 2019 fungió la Dirección General de la Registraduría Nacional del Estado Civil.
Desde 1999 y hasta la fecha, ha sido Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Pontificia Universidad Javeriana y ha publicado diferentes artículos en las Revistas Oficiales de la Universidad, como también, ha escrito y publicado varias obras jurídicas publicadas por la misma Facultad, de estas destacan Lecciones de Derecho Procesal Administrativo y Derecho Procesal Administrativo Tomo I y II, entre muchas otras.
Actualmente se desempeña como Director General de la Fundación Colombia 2050.